La corta distancia entre recibir una bomba en el pecho y marcar un gol en Daejeon
El día en que a Neomar Lander le
estrellaron una bomba en el pecho tenía 17 años, la misma edad que presentaba
Samuel Sosa al momento de disparar un tiro libre en Corea que nos llevará a
disputar la final de un mundial de fútbol contra Inglaterra; como hecho
curioso, la distancia entre estos dos acontecimientos no superan las 24 horas,
las emocionadas causadas por la bomba que estalló en el pecho del primero, puede
equipararse a la del gol de Samuel en el minuto 91, aunque claro está,
únicamente en grado de intensidad, porque en cuanto al sentimiento y la
conmoción, naturalmente hay un contraste enorme.
Minutos después que Venezuela se
supiera finalista de un mundial de fútbol, una proeza soñada pero inimaginable
hasta por el más fanático, el propio técnico de dicha selección Rafael Dudamel
lanzaba un mensaje: Por favor, paren ya
las armas. Hoy la alegría nos la ha dado un chico de 17 años, y ayer murió otro
de 17. Presidente, paremos ya las armas que esos chicos que sale a las calles
lo único que quieren es una Venezuela mejor.
Parece impresionante que las
ilusiones de todo un país carguen sobre los hombros de niños de 17 años, y digo
niños, porque sus cuerpos alargados y delgados todavía muestran esa falta de
desarrollo; tanto el de Neomar Lander, que fácilmente pudo haber estado en
Corea disputando las semifinales de un mundial, como el de Samuel Sosa, que
fácilmente pudo haber estado en las calles de San Cristóbal o Caracas
protestando para pedir un país mejor.
Lo cierto es que en Venezuela del
cielo al infierno hay un solo paso; resulta sumamente difícil no celebrar, no
sentirse alegre, agradecido, de que finalmente un grupo de muchachos nos
representan a nivel mundial en el deporte rey, que hayan llegado a lo más alto
sin perder un solo partido, que demuestren un nivel de intensidad, cooperación,
táctica, estrategia y destreza, nunca antes vista en otra selección nacional de
fútbol; pero del otro lado el infierno arde, y es imposible no sentirse triste,
desesperanzado, no por el gobierno que tenemos, porque el gobierno de un
momento a otro va a cambiar, sino por la gente que habita nuestra tierra, por
los “conciudadanos” con los que debemos compartir, aquellos que llevan las
armas, aquellos que no llevan los valores, aquellos que le disparan a un Neomar
Lander, y que fácilmente podrían dispararle a un Samuel Sosa.
Sentirse feliz estando triste, o
sentirse triste manejando un estado de euforia, se ha convertido en el día a
día de los venezolanos, porque inclusive en la guerra, en la tiranía, y en la
desesperación, tiene que haber espacio para el gozo, porque la sanidad mental
es la primera lucha que debe ganarse antes de pasar al campo de batalla, si
ella se pierde, no hay forma de hacerle frente al enemigo. El gol de Sosa en
Corea, y la bomba puesta en el pecho de Neomar requieren de una enorme
precisión, de una gran puntería, la diferencia radica en que mientras el
primero ejecutó para brindarle una alegría a treinta millones de personas; el
segundo ejecutó para dañar, oscurecer, y ensombrecer la luz de toda una nación.
Que los niños, jóvenes y adolescentes
de Venezuela pongan el pecho, la frente, y los pasos para sacar adelante a la
nación genera esperanza, y demasiada, pero por favor, no hay que dejarlos
solos, no puede dejárseles solos; así como Peñaranda necesitó de los gritos de un
Dudamel en la raya para permitirle a Sosa patear, Neomar, o algún compañero
suyo, necesitaba de los gritos de un Capriles o un Guevara, que le indicaran
cuales eran los límites del juego.
Las cientos o miles de veces que vean
el video de Samuel, pegándole al balón como un Dios, poniéndolo en la escuadra
del arco en Daejeon para llevarnos a
la final del mundial, piensen que en
su lugar pudo haber estado Neomar, o peor aún, que en el lugar de Neomar pudo
haber estado Sosa.
Twitter: @emmarincon
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