¿Hasta cuándo?



Sí, yo también tuve que irme del país, yo también tuve que abandonar a mi familia y largarme, y no, desde un punto de vista externo ninguno se atrevería a decir que mi experiencia fue jodida: no he pasado hambre, no he tenido que limpiar pocetas para sobrevivir, no he vivido en ningún barrio, ni me ha tocado pasar frío por las noches, lo más deplorable de mi condición de emigrante ha sido que me tocó vivir por cuestiones del azar con un psicópata que una noche me sacó un cuchillo y amenazó con matarme para no pagarme un dinero que me debía “yo soy colombiano y tu venezolano” -me gritó-, como si aquello justificara su actuar. Lo demás no calificaría como la típica y sufrida historia de emigrante, esos relatos tan conmovedores de los que llegaron sin nada y lo construyeron todo, del que lucho con enfermedades y miseria, del que se aguantó maltratos y penas, del que cruzo por un río con apenas tres franelas y un cartón de leche en su bolso. No, yo no soy ninguno de ellos, yo he vivido bien, léase “bien”, o al menos eso han querido darme a entender todas las otras personas que emigraron e inclusive muchos de los que me acogieron en el nuevo país: agradece que tienes un empleo, agradece que puedes comer, agradece que… y el agradecimiento, el bendito agradecimiento del conformismo, el de conformarse con que un hijo de puta destruyera tu país, tu patrimonio, tu vida, y tu familia, entonces debes consolarte porque tienes un trabajo (no digamos de mierda) porque no es un trabajo de mierda (lo único que tengo que hacer es escribir campañas publicitarias para marcas), sí, hago copys, me pagan por sentarme a escribir ideas para vender productos (no es el sueño de un escritor), me emocionaría que me pagaran por mis novelas, pero eso es demasiado pedir; y no obstante, a pesar del torbellino de emociones, de lo positivo y lo negativo, del yin y el yang, de lo mierda y lo menos mierda, estoy turbado, porque a diario la gente sigue muriéndose en mi país, porque a diario mis padres tienen que lidiar con la falta de agua, con la falta de luz, con la ausencia de gasolina, y con la deplorables condiciones de vida que solo un grupo de terroristas es capaz de implantar a millones de personas.  
Mientras tanto sigo estando en el lado “B”, muriendo por regresar al lado “A”, pues mis días se van, el tiempo se va, lo años se van, y cualquiera diría, ¡pero carajo!, tan solo tienes 400 días de haber dejado Venezuela, y yo le respondería: pues carajo, han sido los 400 días más largos de mi jodida existencia. Y es que sí, de por sí toda la vida he estado jodido, un poquito de depresión por acá, otro poco de ansiedad por allá, pánico, y miles de ideas y sueños inconclusos por el secuestro de un país. ¿Es tan difícil de explicar que con lo único que he soñado toda mi vida es con trabajar para convertir a Venezuela en el país que se merece? ¿Es tan difícil de entender que siento que todo lo que hago fuera de Venezuela es perdido? Porque la verdad es que a mí los intereses personales no me mueven, el dinero no me mueve, (ser un ciudadano del mundo), mucho menos, con lo único que he soñado desde que tengo algo de razonamiento, es con darle a Venezuela las condiciones de vida que se merece (y por supuesto, a toda su gente). El tiempo sigue pasando, los narcotraficantes y asesinos siguen aferrándose a un poder cada vez más cruel, cada vez más sangriento, y mientras tanto yo sufro, mi madre sufre, mi familia sufre, mis amigos sufren, mis vecinos sufren, mi país sufre, porque los abrazos son cada vez más escasos, y porque el hambre es cada vez más profunda. ¿Hasta cuándo? ¡Qué jodida pregunta! ¿Hasta cuándo?  





















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